domingo, 10 de marzo de 2019

El barrio más sabroso del mundo



Barrios de Puerto Principe, Ahití/ Julio Etchart / Alamy Foto de stock

Por: Luis Alcides Aguilar Pérez
Marzo  de 2019
@luisaguilarpe

Encerradas en sus casuchas improvisadas con cartones y otros residuos se encontraban las familias abrazadas a ellas mismas con el temor de que llegara hasta ellos el aguijonazo de las balas que zumbaban desde las calles, todo producto de un golpe de Estado más en el país más pobre de América.
El ejército de esa Nación trataba de apaciguar, con balas, calibrazos y garrotes; a las personas que salían a las calles a demostrar su descontento con el gobierno que a fuerzas se apoderaba del mandato constitucional y democrático. El caos era propicio para enfrentamientos entre unos y otros, quienes compartían los ideales de los golpistas celebraban con alegría, mientras que aquellos que no estaban de acuerdo buscaban la forma de hacer escuchar sus pedidos.
Las naciones más poderosas daban a conocer ante la prensa internacional sus puntos de vista con relación a la situación que vivía el país en ese momento. Algunos argumentos no dejaban notar si estaban o no de acuerdo con el golpe de estado, lo que confundía aún más a la audiencia nacional y mundial, al parecer los intereses particulares del momento primaban ante el sufrimiento de un pueblo, en donde la corrupción campea por todos los frentes, en el cual existía una clase privilegiada y una que por muchas décadas llevaba el peso del abandono.
Al final, todo parecía volver a la normalidad, los golpistas quedaban en el poder y el pueblo tenía que enterrar a sus muertos. Los gobiernos más poderosos cavilaban desde sus naciones la continuidad de una historia de enfrentamientos, hambre, miseria y desasosiego para un país pobre. Quizás no era el momento para entrar a buscar soluciones, dejando en manos de una clase política corrupta y con intereses propios que se sucediera el bien o el mal; como por lo general siempre había sucedido en esa nación.
El hambre, el desorden y la miseria seguía con su forma, forma que ya las gentes sin empleos, sin ayuda y con algo de fuerza para continuar adelante con sus familias, tenían que convertirse en inventores para comer algo que satisficiera el hambre o engañar el estómago, pensando que el cuerpo asimilaría, en ciertos casos, unas proteínas y energías desprendidas del hecho de estar con algo en sus estómagos.
Severet Donaprout, un anciano prematuro, no tenía algo más de 39 años, su cara mostraba el sufrimiento que ha padecido en muchos años, unas señales blancas a manera de pelo rodeaban sus mejillas, era una barba incapaz de crecer más, unos ojos profundos como un mar perdido denotaban la oscuridad infame de la pobreza, carecían de brillo; el brillo de la esperanza.
Don Severet, en una ocasión se dejó tentar por el rico olor que expelía un vegetal que abundaba en su nación, el hambre lo tentó tanto que hurgó en el barro en el que se encontraba hundido hasta la cintura y comenzó a hacer un mejunje con el vegetal y de pronto tomó el barro para revolverlo en la jugosa mezcla, dejando expuesto al sol unas porciones de barro a manera de arepas, decoradas en los extremos con unas rayitas.
Severet Donaprout, tomó entre sus manos un manojo de galletas, sí, galletas de barro y comenzó a devorarlas con ansias, ansias de vida, ansias de hambre; quizás encontró la solución, para engañar al hambre y morir más lentamente. Lo que no sabía era que día a día su invento; que fue divulgado al resto de personas hambrientas, niños, jóvenes y ancianos los iría tornando lentos, con ánimos de muerte y su palidez, producto de la fuerte anemia que los invadía, no dejaría vestigios de una prole que en otros tiempos luchó para conseguir ser libres, de la mano fuerte del opresor francés.
Hoy se enfrentan a los desaciertos de la misma vida, la naturaleza los golpea y su desarrollo sigue igual, igual al de nuestros ancestros, con poco más que las ganas de vivir y prevalecer en un mundo que también, es de ellos.  
Nota: cuento tomado del libro “Sueños de libertad. Poemas, cuentos y diez reflexiones”. Págs. 65, 66. Luis Alcides Aguilar. 2013

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